Leyre Iglesias es nuestra protagonista de hoy. Bilbao en el corazón. Se estrenó en Deia y hoy sigue haciendo buen periodismo en El Mundo del País Vasco.
—Hello, I call from Bilbao. ¿Puedo hablar contigo unos minutos sobre el atentado?
Así empecé. El 7 de julio de 2005, el triste 7-J, fue mi tercer día en una redacción de un periódico. Mi tercer día en Deia, en Bilbao. Los atentados de Londres me arrancaron como a una zanahoria de mi sección habitual (si es que en tres días se podía llamar así), la de Sociedad, para apoyar a los compañeros de Internacional. “Tienes que buscar a vascos que estén en Londres”, me dijo mi jefe. “Y rápido”. No sabía por dónde empezar, pero en ese momento es cuando se me empezó a calentar esa sangre que creo que tenemos quienes adoramos la información. (“Si tienes esa sangre”, me dijo una compañera de El Mundo un año después, “lo pasarás bien. Si no, no lo aguantarás”). La primera llamada a una agencia de viajes fue tan incómoda, que tuve ganas de colgar. Pero a la décima prueba conseguí a una chica de Bilbao que estaba pasando unos días en el centro de la capital inglesa. La cosa había salido bien.
Llegué a Deia el 4 de julio de 2005. Acababa de terminar segundo de carrera y por primera vez iba a escribir en una redacción de verdad, en un periódico real y con una razón de peso, no como aquella de: “Perdone, soy estudiante de Periodismo y estoy haciendo un reportaje para clase sobre…”. Conseguí el puesto para el verano porque mandé a casi todos los periódicos que conocía en la zona norte una carta con currículum y notas. En segundo no era habitual hacer prácticas, pero un profesor de la universidad (una especie de ángel de la guarda) me animó a intentarlo, un par de semanas antes de que acabara el curso. Y Deia me respondió. Iban a hacer una excepción.
Sin apenas esperarlo y con veinte años, descubrí el funcionamiento de un diario y de un ordenador sin CD-ROM. Descubrí que los titulares tenían un espacio limitado (me tiraba media hora con cada uno) y también que muy pocos periodistas mantenían la ilusión con la que supuse que habían empezado. Así que, además de intentar trabajar bien, me prometí hacer todo lo posible para no llegar a aquella inercia laboral que me pareció tan triste en una profesión como ésta.
Muchas de las cosas que me pasaron fueron posibles gracias a dos variables: becaria y verano. Sólo en esas circunstancias cubres cosas que quizá no deberías cubrir, lo que puede ser un desastre o una oportunidad. Me las preparé bien (más de lo normal) y acabaron siendo oportunidades. Un ejemplo: tuve que hacer una entrevista a un médico que pertenecía a una empresa de investigación sobre el cáncer puntera en Euskadi. Me documenté sobre el cáncer como para una tesis, me arreglé para parecer un poco mayor (los tacones me destrozaban) y llegué a la entrevista diciendo “Buenos días” y dándole la mano al entrevistado.
—Así que tú eres la encargada de los temas de ciencia en el periódico.
—No exactamente.
Sí, era becaria, pero creo que en aquel momento sabía más del cáncer que la redacción entera. Al primer vistazo leí su mente y no me gustó. Por su cabeza pasó la comprensible sensación que experimenta quien ve frente a sí a un becario, con su libreta impoluta y su bolígrafo nuevo, su grabadora de última generación y su nerviosismo más o menos manifiesto: Qué poco valora el periódico este tema (o sea, a mí) para haber mandado a un sucedáneo de periodista sin experiencia. Pero nos caímos bien. Pregunté, repregunté… y poco a poco se fue convenciendo de que sabía algo sobre el tema, de que las preguntas que le hacía no eran las de un paracaidista del cáncer.
La entrevista salió un par de días después y, aunque en el pie de foto él no fuera una persona (Fernando), sino un gerundio (Frenando), el importante investigador me escribió un mail a mí, ¡becaria! (ahora lo escribo y todavía me hace mover la cabeza), para agradecerme “la excelente entrevista”. Era comprensible para el lector (me fío de mi familia, amigos, etc.) y no tenía ningún fallo científico (me fío del señor Frenando). Mis jefes no me dijeron nada, pero entendí que era porque no estaba del todo mal. Eso también lo aprendí: se dice más alto y antes lo malo que lo bueno.
Me lo pasé muy bien. Ahora ha cambiado y no sé cómo funciona; entonces era un periódico con nombre pero no demasiado grande: el jefe nos dejaba estar presentes en las reuniones de temas y era muy amable con los recién llegados. Él me encargó uno de los reportajes con los que más he disfrutado en estos últimos dos años. Me dio un post-it con un número de teléfono (no sabía de quién era) y una historia. “Algo sobre un niño de la guerra”. Conseguí dar con el hombre, que había vivido en Rusia hasta que hacía un par de años había podido regresar a España y se había instalado en Levante. Desde el auricular de un pequeño despacho de la redacción, escuché la despedida de su madre, su relato sobre la batalla de San Petersburgo, su amor con una muchacha rusa que, treinta años después, le chivaba junto al teléfono las fechas que Luis no recordaba. Estuve dos horas comprendiéndole, apuntándole, escribiéndole. Me costó más sintetizar en 150 líneas el dolor y el sentimiento con los que me había confesado su vida.
También metí patas de esas que uno agradece no haber dicho en alto porque la redacción le habría ahogado en lágrimas de risa. Era un periódico que yo no conocía, y durante bastante tiempo, cuando oía hablar de su suplemento Caduca hoy, pensaba que era el planillo del día. Tampoco tenía muy claro qué era eso del planillo. El caso es que escribía y, además, me pagaban. Me parece que fueron 260 euros al mes, que empleé en un viaje a Burdeos.
Me reí aprendiendo. Una mañana, Ibarretxe me dio la mano tras la inauguración de un pabellón en el Hospital de Basurto, mientras yo pensaba si era de mala educación estar mascando chicle al tiempo que apretaba la mano del lehendakari… Me tocaron también temas algo inverosímiles, como escribir un reportaje sobre Níger desde Bilbao (capital del mundo, pero no para tanto) o cubrir durante semanas las consecuencias en el mercado de aquellos “pollos locos” que se convirtieron hace dos años en la serpiente informativa del verano. “¿Compra usted pollo actualmente?” fue la frase que más veces pronuncié en aquellos meses. El problema es que la gente sí compraba pollo, y yo tenía que encontrar a los que, presos del pánico, habían dejado de consumir carne de ave.
Es lo que pasa cuando los jefes escriben el titular antes de que uno salga a la calle.
—Hello, I call from Bilbao. ¿Puedo hablar contigo unos minutos sobre el atentado?
Así empecé. El 7 de julio de 2005, el triste 7-J, fue mi tercer día en una redacción de un periódico. Mi tercer día en Deia, en Bilbao. Los atentados de Londres me arrancaron como a una zanahoria de mi sección habitual (si es que en tres días se podía llamar así), la de Sociedad, para apoyar a los compañeros de Internacional. “Tienes que buscar a vascos que estén en Londres”, me dijo mi jefe. “Y rápido”. No sabía por dónde empezar, pero en ese momento es cuando se me empezó a calentar esa sangre que creo que tenemos quienes adoramos la información. (“Si tienes esa sangre”, me dijo una compañera de El Mundo un año después, “lo pasarás bien. Si no, no lo aguantarás”). La primera llamada a una agencia de viajes fue tan incómoda, que tuve ganas de colgar. Pero a la décima prueba conseguí a una chica de Bilbao que estaba pasando unos días en el centro de la capital inglesa. La cosa había salido bien.
Llegué a Deia el 4 de julio de 2005. Acababa de terminar segundo de carrera y por primera vez iba a escribir en una redacción de verdad, en un periódico real y con una razón de peso, no como aquella de: “Perdone, soy estudiante de Periodismo y estoy haciendo un reportaje para clase sobre…”. Conseguí el puesto para el verano porque mandé a casi todos los periódicos que conocía en la zona norte una carta con currículum y notas. En segundo no era habitual hacer prácticas, pero un profesor de la universidad (una especie de ángel de la guarda) me animó a intentarlo, un par de semanas antes de que acabara el curso. Y Deia me respondió. Iban a hacer una excepción.
Sin apenas esperarlo y con veinte años, descubrí el funcionamiento de un diario y de un ordenador sin CD-ROM. Descubrí que los titulares tenían un espacio limitado (me tiraba media hora con cada uno) y también que muy pocos periodistas mantenían la ilusión con la que supuse que habían empezado. Así que, además de intentar trabajar bien, me prometí hacer todo lo posible para no llegar a aquella inercia laboral que me pareció tan triste en una profesión como ésta.
Muchas de las cosas que me pasaron fueron posibles gracias a dos variables: becaria y verano. Sólo en esas circunstancias cubres cosas que quizá no deberías cubrir, lo que puede ser un desastre o una oportunidad. Me las preparé bien (más de lo normal) y acabaron siendo oportunidades. Un ejemplo: tuve que hacer una entrevista a un médico que pertenecía a una empresa de investigación sobre el cáncer puntera en Euskadi. Me documenté sobre el cáncer como para una tesis, me arreglé para parecer un poco mayor (los tacones me destrozaban) y llegué a la entrevista diciendo “Buenos días” y dándole la mano al entrevistado.
—Así que tú eres la encargada de los temas de ciencia en el periódico.
—No exactamente.
Sí, era becaria, pero creo que en aquel momento sabía más del cáncer que la redacción entera. Al primer vistazo leí su mente y no me gustó. Por su cabeza pasó la comprensible sensación que experimenta quien ve frente a sí a un becario, con su libreta impoluta y su bolígrafo nuevo, su grabadora de última generación y su nerviosismo más o menos manifiesto: Qué poco valora el periódico este tema (o sea, a mí) para haber mandado a un sucedáneo de periodista sin experiencia. Pero nos caímos bien. Pregunté, repregunté… y poco a poco se fue convenciendo de que sabía algo sobre el tema, de que las preguntas que le hacía no eran las de un paracaidista del cáncer.
La entrevista salió un par de días después y, aunque en el pie de foto él no fuera una persona (Fernando), sino un gerundio (Frenando), el importante investigador me escribió un mail a mí, ¡becaria! (ahora lo escribo y todavía me hace mover la cabeza), para agradecerme “la excelente entrevista”. Era comprensible para el lector (me fío de mi familia, amigos, etc.) y no tenía ningún fallo científico (me fío del señor Frenando). Mis jefes no me dijeron nada, pero entendí que era porque no estaba del todo mal. Eso también lo aprendí: se dice más alto y antes lo malo que lo bueno.
Me lo pasé muy bien. Ahora ha cambiado y no sé cómo funciona; entonces era un periódico con nombre pero no demasiado grande: el jefe nos dejaba estar presentes en las reuniones de temas y era muy amable con los recién llegados. Él me encargó uno de los reportajes con los que más he disfrutado en estos últimos dos años. Me dio un post-it con un número de teléfono (no sabía de quién era) y una historia. “Algo sobre un niño de la guerra”. Conseguí dar con el hombre, que había vivido en Rusia hasta que hacía un par de años había podido regresar a España y se había instalado en Levante. Desde el auricular de un pequeño despacho de la redacción, escuché la despedida de su madre, su relato sobre la batalla de San Petersburgo, su amor con una muchacha rusa que, treinta años después, le chivaba junto al teléfono las fechas que Luis no recordaba. Estuve dos horas comprendiéndole, apuntándole, escribiéndole. Me costó más sintetizar en 150 líneas el dolor y el sentimiento con los que me había confesado su vida.
También metí patas de esas que uno agradece no haber dicho en alto porque la redacción le habría ahogado en lágrimas de risa. Era un periódico que yo no conocía, y durante bastante tiempo, cuando oía hablar de su suplemento Caduca hoy, pensaba que era el planillo del día. Tampoco tenía muy claro qué era eso del planillo. El caso es que escribía y, además, me pagaban. Me parece que fueron 260 euros al mes, que empleé en un viaje a Burdeos.
Me reí aprendiendo. Una mañana, Ibarretxe me dio la mano tras la inauguración de un pabellón en el Hospital de Basurto, mientras yo pensaba si era de mala educación estar mascando chicle al tiempo que apretaba la mano del lehendakari… Me tocaron también temas algo inverosímiles, como escribir un reportaje sobre Níger desde Bilbao (capital del mundo, pero no para tanto) o cubrir durante semanas las consecuencias en el mercado de aquellos “pollos locos” que se convirtieron hace dos años en la serpiente informativa del verano. “¿Compra usted pollo actualmente?” fue la frase que más veces pronuncié en aquellos meses. El problema es que la gente sí compraba pollo, y yo tenía que encontrar a los que, presos del pánico, habían dejado de consumir carne de ave.
Es lo que pasa cuando los jefes escriben el titular antes de que uno salga a la calle.
Leyre, al fondo. Con un puñado de buenos becarios de El Mundo del País Vasco.
1 comentario:
Qué suerte haber arprendido a su lado. :-D
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