Hace casi un año, el 13 de diciembre de 2013, publicamos una entrada sobre Relatos de plomo. Historia del terrorismo en Navarra (1960-1986). Ayer, en un acto institucional, se presentó el segundo volumen (1987-2011), elaborado por los periodistas Javier Marrodán, Gonzalo Araluce, Rocío García de Leániz y María Jiménez.
No solemos dedicar una entrada a libros, pero volvemos a hacer una excepción porque sus más de quinientas páginas son... puro periodismo. Rigor. Datos. Fotografías. Diseño (de nuevo, realizado por Errea Comunicación). Personas. Sobre todo, decenas de historias de víctimas. Días antes de la presentación, Diario de Navarra publicó dos excelentes previas que recogían la esencia de la obra:
Hace casi un año finalizamos la entrada con el discurso de Javier Marrodán. Hoy, por su gran valor, repetimos el cierre, porque nadie como él conoce mejor el alma del libro. Vale la pena leerlo sin prisas.
"Si nos preguntaran a los aquí presentes por una fecha destacada de la historia de Navarra, creo que la mayoría podríamos aportar varias referencias: 778, 1512, 1841. Los más eruditos serían incluso capaces de recordar días concretos: el 16 de agosto de 1982, el 6 de mayo de 1998. A mí me gustaría hablarles hoy de lo ocurrido el 25 de junio de 1990. Aquel día cayó en lunes. El verano estaba recién estrenado y casi toda la Comunidad Foral amaneció soleada. La Infanta Elena tenía previsto viajar a Pamplona para inaugurar el centro que lleva su nombre, en Cordovilla. Pero fuera de ese cita de carácter institucional, la jornada se antojaba normal, incluso anodina. En el cuartel de Lumbier, los guardias civiles que estaban de servicio se repartieron el trabajo como cualquier otro día. El fin de semana anterior se habían producido algunos robos en los coches de los excursionistas que visitaron la foz, y dos de los agentes decidieron recorrer el desfiladero que se encuentra junto al pueblo para ver si daban con alguna pista. A las once y media de la mañana, el sargento José Luis Hervás y el cabo Domingo Ortega se acomodaron en un Nissan Patrol del Cuerpo y se fueron hacia allí. A José Luis Hervás no le tocaba trabajar esa mañana, pero cambió el turno para ganar tiempo de estudio: sólo le quedaba una asignatura para terminar la carrera de Derecho y tenía el examen dos días después.
Hacia las doce, cuando ya casi habían llegado al final de la foz sin descubrir nada sospechoso, José Luis Hervás divisó en la orilla del río unas bolsas de plástico. En ese mismo lugar habían encontrado otras veces los objetos que desechaban los ladrones tras desvalijar los coches de los excursionistas, por lo que pidió a su compañero que detuviera el vehículo. El camino de tierra por el que circulaban está separado del río por un terraplén de unos veinte metros y José Luis Hervás lo descendió con cuidado. Iba vestido con su uniforme reglamentario. Al acercarse a la orilla descubrió a tres personas en bañador y camiseta —dos hombres y una mujer— que eran probablemente los dueños de las bolsas. El sargento les dio los buenos días y uno de ellos, sin mediar palabra, esgrimió una pistola y le disparó en el pecho a muy poca distancia. José Luis Hervás cayó fulminado junto a las aguas del Irati.
A partir se ese momento se desencadenó una vorágine de acontecimientos que se prolongaría durante casi veinticuatro horas. El compañero de José Luis Hervás que se había quedado en el coche y otros dos agentes que llegaron en ese momento desde Liédena se enzarzaron en un tiroteo con los tres desconocidos. Uno de los guardias civiles resultó alcanzado en la espalda —en el libro que hoy presentamos cuenta que pensó que iba a morir allí mismo— y uno de los bañistas recibió un tiro en la rodilla. Pero los asesinos del sargento Hervás tenían a su favor la tupida vegetación de la orilla y se escabulleron con rapidez. Nadie podía saber entonces que se trataba de los tres miembros del comando Nafarroa de ETA, un grupo que llevaba más de dos años en activo, que había logrado crear a su alrededor una extensa red de colaboradores, que disponía de cientos de kilos de explosivos y de todo tipo de armas, y que era el responsable de los crímenes perpetrados en Navarra en los meses anteriores.
Muchos guardias civiles pusieron rumbo a la foz en cuanto tuvieron noticia de lo sucedido, y también lo hizo el helicóptero que estaba sobrevolando Pamplona con motivo de la visita de la infanta Elena. Los tres miembros de ETA, escondidos en la espesura, debieron de llegar a la conclusión de que no tenían escapatoria y de que les esperaban muchos años de cárcel, y optaron por suicidarse. Así lo reconoció después ante el juez uno de ellos, Germán Rubenach, que se disparó debajo de la mandíbula, pero que no se mató.
En las horas y en los días siguientes se produjo una estampida sin precedentes: al enterarse de lo ocurrido, casi todas las personas que dependían de los tres liberados del comando Nafarroa huyeron hacia Francia o fueron detenidas. La infraestructura de ETA en Navarra quedó desarticulada casi por completo. La Guardia Civil se incautó de armas, explosivos y documentación, y pudo aclarar la autoría de la mayor parte de los atentados cometidos hasta entonces.
Los hechos de la Foz de Lumbier fueron un punto de inflexión decisivo. ETA no volvió a asesinar a nadie en Navarra hasta cinco años después y los sucesivos comandos que envió a Pamplona fueron descubiertos y desarmados en muy poco tiempo. Los terroristas siguieron actuando, pero ya nunca recuperaron la cadencia y las cifras de los años anteriores. En los papeles intervenidos entonces por las Fuerzas de Seguridad figuraban decenas de personas que podrían haberse convertido en víctimas de ETA, pero que hoy siguen viviendo felizmente. Algunos están hoy aquí. Podríamos decir sin miedo a exagerar que nuestra Historia fue a mejor desde aquel día.
Lo ocurrido el 25 de junio de 1990 guarda una relación directa con la actitud y el trabajo de un hombre concreto: José Luis Hervás Mañas. Aquel lunes podría haberse quedado en su casa preparando el examen de la asignatura que le quedaba para terminar Derecho; o podría haber recorrido la foz distraídamente, de palique con su compañero; o podría haberle no dado importancia a las bolsas de plástico que descubrió junto al río; o podría no haber bajado trabajosamente hasta la orilla. Pero superó todas esas posibilidades y cumplió con esmero su cometido, aunque eso le condujera a la muerte. Su muerte, sin embargo, nos ha permitido a todos vivir un poco más tranquilos. A algunos, sencillamente, les ha permitido vivir.
Con todo, la historia de José Luis Hervás no terminó ese día. El sargento tenía 33 años, estaba casado y era padre de dos chicos de doce y diez años. Su madre era viuda y vivía en Castellón, en una casa modestísima que originalmente se encontraba en las afueras de las ciudad y que hoy subsiste rodeada de centros comerciales, casi como un desafío a la opulencia. Tenía otros seis hijos. La madre de José Luis Hervás se llama Olvido Mañas. Cuando trabajábamos en esta segunda parte de la historia del terrorismo en Navarra la localizamos gracias a las Páginas Blancas. Quedamos con ella y fuimos a verla a Castellón. La suya es una de las sesenta entrevistas que hemos realizado desde que el proyecto se puso en marcha en septiembre de 2012.
Olvido Mañas tiene hoy 78 años. José Luis era su primogénito. Otro de sus hijos se llamaba Jesús. Su madre nos contó que Jesús arrastraba una depresión que se agravó con el asesinato de su hermano y que un domingo de 1992 la llamó por teléfono, le dijo que el mundo era una mierda y se despidió. Unas horas después lo encontraron ahorcado cerca del sanatorio de Castellón. Un tercer hijo se le murió de cáncer hace un par de años.
—¿Siente odio, rencor? —le preguntamos a Olvido Mañas.
—No sé lo que siento —nos dijo—. No sabes si sentir rencor, si olvidar y vivir con recuerdos tan duros… Y al final, dices: que se encargue el de arriba de vosotros. Yo no soy quién para condenar a nadie, aunque hayan matado a mi hijo. Para eso está Dios.
Germán Rubenach, uno de los terroristas que mataron a su hijo, acababa de salir de la cárcel cuando hicimos la entrevista.
—¿Y si le pidieran perdón?—quisimos saber.
—Si me pidieran perdón, creo que sería capaz de perdonarlos. A veces cuesta, porque son cosas tan duras cuando tú no has hecho mal a nadie… Pero al final te das cuenta de que lo tienes que hacer y descansar. Yo muchas veces rezo por todas esas almas que hacen tanto mal, para que Dios tenga compasión de ellas. Y, si yo quiero que Dios me perdone a mí, tendría que perdonar yo también. Aunque no olvides, porque esas cosas no se te pueden olvidar. Mi hijo no se murió por una enfermedad, se murió porque lo mataron. Eso es muy gordo.
Hay más personas como Olvido Mañas. Los mismos terroristas que mataron a su hijo fueron los que tuvieron secuestrado durante 84 días al empresario Adolfo Villoslada, justo hace ahora 25 años. Todo ese tiempo lo pasó el rehén en un zulo insalubre y minúsculo —era poco más que un armario— excavado en bosque de Basaburúa. En la entrevista que mantuvimos con él nos contó que en varias ocasiones pensó que lo iban a matar y que se preparó para morir, con la conciencia muy tranquila. “Al final —añadió— terminé rezando por el alma de aquellas personas que me tenían secuestrado”.
Marina Salvá Lezáun tenía 19 años cuando ETA mató a su hermano Diego en Palma de Mallorca, el 30 de julio de 2009. Tres meses después del atentado aterrizó en Pamplona —de donde procede su familia materna— para estudiar Publicidad y Relaciones Públicas. Muchas veces se había interesado por las razones de quienes asesinaron a su hermano y en la capital navarra encontró la oportunidad de preguntar por ellas a algunos jóvenes que las apoyan. “Es tan fuerte lo que estáis haciendo —pensó de ellos— que me da pena, me da mucha pena que os vayáis de este mundo habiendo hecho una cosa tan mala”.
Juan José Artuch Iriberri vive desde hace más de diez años en Badajoz. Sus compañeros y sus vecinos le preguntan de vez en cuándo qué hace tan lejos de Pamplona, y él, si dispone de tiempo y ganas, les cuenta que un sábado de 1996, mientras veía con su mujer El nombre de la rosa, recibió una llamada telefónica de la Policía: “Esta vez ha sido grave”, le dijeron. No necesitó más datos para cruzar la capital navarra ya de noche y llegar al concesionario de Renault cuando las llamas aún envolvían los automóviles en venta o los que aguardaban su turno en el taller. El establecimiento había sido atacado en quince ocasiones, pero aquel atentado de 1996 lo redujo a cenizas. Los catorce trabajadores se quedaron en la calle y Juan José, que era el gerente, acabó aceptando la propuesta de un amigo para empezar de nuevo en Badajoz. Se trasladó con su familia y sus dos hijas, con una sensación de hastío que todavía le duele. “A mis hijas —nos explicaba— les he hablado de lo ocurrido sin acritud, sin fanatismo, de forma desapasionada. Les he expuesto los hechos para que tengan una visión clara de cómo fueron las cosas en Navarra, y de cómo el hecho de tener un concesionario de coches franceses era un peligro porque en aquellos años Francia colaboraba con la Justicia española y ETA respondía atacando intereses franceses”.
Escribió Oswald Spengler que “en los momentos decisivos de la Historia siempre hay un último pelotón de soldados cansados que acaba salvando la civilización”. Y al leer su reflexión es fácil imaginar a un grupo de veteranos con los uniformes raídos caminando hacia alguna trinchera incierta detrás de una bandera que quizá ni siquiera es la suya. Sin embargo, las personas que de verdad forman parte de ese último pelotón de Spengler no son soldados: son José Luis Hervás, Olvido Mañas, Adolfo Villoslada, Marina Salvá, Juan José Artuch y tantos con ellos, algunos aquí presentes. Esas son las personas que de verdad salvan la civilización. Gracias a ellas estamos donde estamos, aunque a veces la actualidad nos desazone un poco.
Ni siquiera importa que los interesados no sean conscientes de su aportación. Olvido Mañas estará ahora mismo en su modesta casita de Castellón —o quizá en el hospital al que acude de voluntaria para acompañar a los enfermos que se encuentran más solos— sin imaginar que en el Parlamento de Navarra, en presencia de las principales autoridades de la Comunidad Foral y de un representante de la ONU, estamos hablando de ella. Esta reflexión ya se la hizo Chesterton hace muchos años: “El hombre pertenece al mundo antes de que pueda discutir la conveniencia de ser habitante del mundo. De modo que ha luchado por su bandera, y hasta ha podido alcanzar heroicas victorias, mucho antes de que se haya alistado voluntariamente. En pocas palabras: ha sido leal a una causa, antes de que pueda confesarse ganado para ella”.
Los autores de este libro —María Jiménez, Rocío García de Leániz, Gonzalo Araluce, el fotógrafo Jorge Nagore y yo mismo— hemos tenido la suerte —el privilegio— de conocer a esas personas, de escuchar sus historias y de poder contarlas. Ha sido un auténtico lujo. Por eso, no puedo dejar de dar las gracias al Gobierno de Navarra y a su presidenta por encargarnos esta investigación, y también a las muchas personas e instituciones que la han hecho posible, desde Diario de Navarra —que nos abrió generosamente las puertas de su archivo— hasta los alumnos de Periodismo que han colaborado en el trabajo: Roncesvalles Labiano, Inés Gaviria, Cristina Errea, Blanca Rodríguez, María Estébanez, Marta Vidán o Carlota Cortés, además del redactor Rubén Elizari. Hemos tenido encima la suerte de contar con un editor concienzudo y animante —Ricardo Pita, responsable de Publicaciones del Gobierno de Navarra— con el que ha resultado muy fácil organizarse. También debemos una gratitud especial a la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra, que ha acogido nuestra base de operaciones durante todo este tiempo.
Hemos estado muy cómodos en la facultad porque este trabajo tiene mucho que ver con el periodismo, con un tipo de periodismo que hoy ha quedado un poco eclipsado por la inmediatez, por el titular de urgencia, por la noticia apresurada. En el libro, como ya hicimos en el primer volumen, hemos tratado de acercarnos a los acontecimientos sin prisa, con delicadeza, reuniendo la documentación oportuna y proporcionando a cada episodio el contexto adecuado. Como en el primer volumen, la aportación más interesante y seguramente más novedosa la constituyen las entrevistas. Es preciso ponerle nombres y apellidos a una realidad para conocerla de verdad, aunque sea con carácter retroactivo. Hablar con las víctimas, identificar a los protagonistas de la Historia, no es únicamente una estrategia narrativa, un modo de captar la atención: es sobre todo una exigencia moral. A ese planteamiento responden estas páginas que cierran el recorrido cronológico del terrorismo en Navarra.
En Vencedores o vencidos, la película de Stanley Kramer sobre uno de los juicios de Nuremberg, el juez Dan Haywood —interpretado por Spencer Tracy— mantiene algunos diálogos sugerentes con el matrimonio que lo aloja en la ciudad. Se trata de una pareja ya mayor que asume con aparente resignación las tropelías llevadas a cabo por los nazis durante la guerra. Algunos días, el juez comenta con ellos los detalles que los testigos van desvelando en la sala de vistas. “¿Habían oído hablar de un lugar llamado Dachau, que no está a muchos kilómetros de aquí?, ¿sabían lo que allí estaba pasando?”, les pregunta un día en la intimidad más o menos compartida de la cocina. “No lo sabíamos, de verdad, puede creernos”, se lamenta la mujer. Y después de un diálogo lento y embarazoso, el marido añade: “Y aun sabiéndolo, ¿qué hubiéramos podido hacer nosotros?”.
¿Qué hubiéramos podido hacer nosotros? Creo que esta es la pregunta decisiva. Después de haberla formulado de forma improvisada, el matrimonio de la película queda sumido en un silencio inquietante y quizá culpable: el mismo silencio al que se vieron abocados —en público o en privado— otros muchos alemanes que optaron por mirar hacia otro lado. Hoy ya no es posible cambiar la Historia, pero los periodistas aún podemos responder a la pregunta de Nuremberg —“¿Qué hubiéramos podido hacer nosotros?”— con un propósito que es la vez un reto y un compromiso: contarlo.
Muchas gracias"
No hay comentarios:
Publicar un comentario