Gorka Moreno en acción...
Traté de pintar con las imágenes, de luchar en la calle. Soñé con lugares desconocidos, vibré con la presión de una exclusiva, sentí la magia de lo que Cartier Breson llamó “el instante decisivo” y compartí decenas de proyectos con personas que hoy son mucho más que simples compañeros. Algunas de ellas fueron incluso maestros. Ahora, con 29 años, intento desempolvar recuerdos que me trasladan a otra vida. Una vida que duró ocho años, que murió, pero que algún día tal vez vuelva a resucitar.
Lo he probado todo, pero tal vez demasiado rápido: la radio; la televisión local, nacional e internacional; una agencias de noticias; un periódico; varias revistas; una agencia de comunicación… Y después de todas esas experiencias, tengo muy claro que lo primero que muere en un periodista es la frescura. Por desgracia, la explotación sin control, las presiones enfermizas respecto a la competencia, los intereses ocultos (a veces transparentes) y las continuas decepciones han terminado por destruir el ideal de una profesión vocacional y apasionada. Y por llevar a gran cantidad de jóvenes promesas a abandonar el periodismo de raza por una vida más tranquila en casa del “enemigo”: los gabinetes de prensa. Tópicos, clichés… Verdades como puños que corrompen el panorama nacional de los medios de comunicación y que rebajan la categoría del periodismo a la de simple profesión.
Primer maestro: Javier Marrodán. En 1998, devoraba sin control todos los libros de los grandes corresponsales de guerra, tanto extranjeros como españoles: Michael Herr, Ryszard Kapuscinski, Robert Kappa, Arturo Pérez-Reverte, Ramón Lobo, Manu Leguineche, Jon Sistiaga, Francisco Perejil… Caminé por los Balcanes, Chechenia, Vietnam, la antigua Unión Soviética… Tras un turbulento paso por Derecho, llegué a la Facultad de Comunicación con una única obsesión: ser uno de aquellos hombres que habían visto suficiente como para conocer la verdadera humanidad del hombre. Así que empecé a aceptar cualquier propuesta de trabajo, remunerado o gratuito, que me permitiera aprender a ser un todoterreno. Y paralelamente, me dediqué a la fotografía. Soy de los que piensa que un buen periodista debe ser capaz de captar una buena instantánea.
Pero antes de entender la esencia del periodismo, viví una de las pocas decepciones que se convirtió en lección. Primera práctica de redacción: ¿Qué es escribir para ti? Recuerdo que pasé horas y horas escribiendo, corrigiendo, volviendo a escribir… En ese momento, aquel texto lo era todo para mí. Era el baúl en el que quería guardar todos los sueños que durante dos años había escondido en algún lugar de mi corazón. O de mi cabeza, quién sabe. Escribí con la típica ingenuidad de un joven que quiere descubrir mundo: en primera persona y con un estilo entre lo poético y lo cursi. Y la respuesta fue contundente: un 5. Abatido, acudí al despacho de Javier Marrodán en busca de una explicación a mi mediocridad. Y la encontré. “Gorka, un periodista debe escribir para los demás, no para él”. Desde entonces, mis notas fueron mejorando de forma progresiva.
Poco después, fundé una revista literaria con un grupo de amigos que con su nombre pretendía dejar constancia de nuestra rebeldía casi adolescente: El té de la seis. Sentíamos que podíamos caminar un metro por encima del suelo —defecto que años después trataría de corregir Ander Izaguirre—. Era una forma humilde de hacernos escuchar en una época en que, según dicen, la juventud está perdiendo los valores. Pobres jóvenes. Quizá el problema sea que algunos han olvidado que hace años también tuvieron 20 años. Y a los meses llegó Manuel Corera, un tipo único que me enseñó a contar historias con las imágenes en Canal 4 Navarra, a escribir relatos para la extinta emisora Net 21 y con quien compartí sesiones de cámara oculta en pleno centro de Pamplona. Un tipo que nunca actuó como jefe, sino como amigo. Con uno de los reportajes que se emitieron en el programa Perfiles, obtuve el único premio de mi carrera: el Premio de Prácticas de la Universidad de Navarra. Sé que me hizo una ilusión especial, porque competía contra alumnos de 4º. Y yo estaba en 2º, así que partía con una desventaja evidente que no mermó mis aspiraciones. Y como no era ambicioso ni nada…
Recuerdo que en aquella época aprovechaba cualquier oportunidad para viajar: Londres, Turquía, Ámsterdam, Italia, Grecia, Marruecos, Egipto… Y en cada lugar, intentaba captar la personalidad de los lugares y sus gentes con mis dos armas favoritas: el bolígrafo y la cámara de fotos. Cada retrato, cada palabra, encerraba una historia, a menudo desgraciada. No había límites que separaran mi vida privada de mis estudios. Si algo me gusta de los periodistas vocacionales es que al menos cuando son jóvenes, ejercen durante las 24 horas del día. Es imposible quitarse la mirada curiosa. Siempre está ahí, analizando la realidad que le rodea, escudriñando cada detalle, tratando de sintetizar la vida en una frase, en un gesto.
El deseo de aprender desde abajo me llevó en el verano de 2001 a la delegación en Baleares de la Agencia EFE. Allí conocí a Óscar Pipkin, un fotógrafo argentino que pasaba de los 50 y que me enseñó cientos de triquiñuelas. Se las sabía todas. Muchos años de paparazzi y decenas de portadas nacionales e internacionales le habían convertido en alguien singular y respetado en Mallorca. Vamos, que tenía el culo pelado. Allí viví la calle, infinidad de ruedas de prensa, conocí a Xiana —una joven gallega que trabajaba en Radio Nacional de España— y me subí a un helicóptero por primera vez. Si aquel viaje hubiera durado un minuto más, habría necesitado una bolsa…
Aunque cursaba Periodismo, tenía muy claro que quería estar preparado para trabajar en cualquier medio. Nunca entenderé por qué Periodismo y Comunicación Audiovisual no son una misma carrera. Un periodista debe saber de televisión, radio y prensa. Así que en el verano de 2002 logré entrar en CNN+. Pude hacerlo en Antena 3, donde las perspectivas de un futuro laboral estable eran bastante tentadoras. Pero yo quería responsabilidad. Y allí aprendí a redactar noticias, a editar vídeos, a armonizar las palabras con las imágenes, a adaptarme a la inmediatez de un canal de 24 horas. Pero cuando uno es el último mono de miles de personas, resulta complicado hacerse un hueco. Nunca se lo dije, pero Miguel Manso se convirtió en una referencia de sacrificio. Y Juanjo, el editor, en un juez que sabía impartir justicia en una redacción que vivía en constante agitación.
Sin embargo, la verdadera guerra llegaría unos meses después, precisamente cuando me surgió la oportunidad de vivir la guerra de Irak en una de las cadenas más idealizadas del planeta: la CNN, en cuya sede central de Atlanta se encontraba también de la corresponsalía de CNN+ en Estados Unidos. Su jefe, Rafa De Miguel, era un tipo hermético, con una capacidad asombrosa para hablar en directo sin trabarse ni una sola vez, con una visión clarividente de la realidad. Viví la tragedia del Columbia, las mentiras de Colin Powell ante el Consejo de Seguridad de la ONU, la censura el día en que mataron al primer grupo de marines y secuestraron a varios soldados. “Quien emita esas imágenes no estará sirviendo a su patria”, llegaría a sugerir el exsecretario de Defensa, Donald Rumsfeld. Y todos acataron sin rechistar. Nunca entenderé por qué las televisiones no debatían las verdaderas razones de aquella guerra ilegal, por qué se pasaban horas y horas diseccionando las características del armamento estadounidense y por qué a las manifestaciones contra la invasión convocadas en ciudades del interior como Atlanta apenas acudían pequeños grupos de un centenar de personas. No había debate en las calles, sólo fuegos artificiales, como diría mi amigo y consejero Miguel Ángel Jimeno. Siempre tuve la sensación de que la guerra era más importante para los europeos que para los propios norteamericanos, tan poco dados a la autocrítica. Dejando a un lado los intereses políticos y empresariales, Al Jazeera dio una lección a las cadenas estadounidenses, que apostaron por la figura del “embedded reporter”, un invento por evitar la libertad de prensa. Ataviados con chalecos antibalas, narraban sus crónicas desde tanques preparados para la batalla. Pero siempre permanecían en segunda fila. Hasta el idolatrado Nick Robertson, auténtico artífice de la gran labor realizada por la CNN durante la primera Guerra del Golfo, tuvo que ver el espectáculo desde la barrera. Mejor dicho, desde Jordania.
Tal vez el secreto resida en la fe ciega que gran parte de los estadounidenses tiene en su omnipotencia, hecha, nunca mejor dicho, a prueba de bombas. De hecho, inicialmente las encuestas respaldaban a Bush. Y la corriente sólo cambió cuando la sociedad comprendió que el triunfo era una quimera y que sus soldados caían como moscas a pesar de su enorme ventaja frente al enemigo.
Allí pude mirar, mirar mucho. Pude aprender en silencio y contar en primera persona las historias del “frente americano”. Vi, escuché y procesé. ¡Ah! También logré ordenar la videoteca de la corresponsalía como nadie lo había hecho antes. Y despedirme con un reportaje que emitió Canal + en abierto donde contaba las técnicas propagandísticas de la Administración Bush. Recuerdo que mi abuela siempre decía que la televisión me hacía más delgado. Al menos en eso, logré ser diferente.
Y cuando creía que ya estaba preparado para cualquier destino, aprendí otra gran lección: después de tantos años, seguía más verde que una película de dos rombos. En 2003 volví como becario a la escuela, a El Periódico de Aragón, y allí me hice periodista, gracias sin lugar a dudas a la confianza que me brindó mi mentor, Miguel Ángel Liso. “Eres un periodista de raza”, me comentó una vez. Gracias a él y a la jefa de Local, Dalia Moliné, que se volcó en mi formación y se convirtió en mi confidente, en apenas dos meses estaba investigando en uno de los casos al que más atención prestaban los medios aragoneses: la tragedia área del Yakovlev 42, que costó la vida a 62 militares españoles y de la que podría escribir cientos de páginas. Y me especialicé en Sucesos y Defensa. El idealismo se convirtió en excitación, en increíbles aventuras que dibujaban espirales de interrogantes en mi mente. Fui enviado especial en Turquía en dos ocasiones para todos los periódicos del Grupo Zeta —allí conocí los secretos del genio Pablo Ordaz— y viajé con el ex ministro de Defensa, José Bono, a Afganistán —rodeado de periodistas veteranos que en la mayoría de los casos paseaban su grandeza como pavos desplumados—.
Apenas una semana antes de que dos helicópteros españoles sufrieran un accidente inexplicable y en circunstancias más que extrañas a mediados de agosto de 2005, sobrevolé el desierto afgano en un Cougar. Vi a un grupo de mujeres afganas colocarse el burka tras un acto oficial en el que se quería mostrar la apertura experimentada por el país tras la intervención de la comunidad internacional, sufrí el recelo de los locales hacia los extranjeros y conocí a un alto cargo del Ministerio de Defensa que se colocaba el casco debajo de sus genitales porque prefería que le robaran la cabeza a su virilidad. Yo creo que había visto Apocalipse Now demasiadas veces.
Pero más allá de esta experiencia, me faltaba la prueba más dura antes de la graduación: conseguir una auténtica exclusiva. Vamos, lo único que te permite hacerte respetar por la clase política y el resto de la profesión. Destapé el sobrepeso con el que despegó el Yak-42 —una ilegalidad que sería camuflada después con una presunta avería en el sensor del combustible a pesar de que el avión supuestamente no tenía ningún fallo técnico— y contemplé con temor desde la inexperiencia la repercusión de una exclusiva nacional. Aún recuerdo cómo el ex ministro Bono no convocó una rueda de prensa para explicar las conclusiones finales de la investigación, como sí había hecho su predecesor, y se dirigió formalmente al Congreso para contar una verdad camuflada. Sin rueda de prensa, no habría preguntas incómodas, porque los diputados no estaban excesivamente preparados en el tema.
También demostré que Defensa había ordenado enterrar restos humanos sin identificar en Turquía y sin avisar a las familias; me hice con fuentes en el Instituto de Toxicología de Estambul que me confirmaron la chapuza realizada por el Gobierno de Aznar con los más de 30 cuerpos que fueron repatriados a España sin una identificación; fui el único periodista invitado por una viuda, Rosa, para contar en primera persona y como testigo directo el proceso de exhumación de su difunto marido, el subteniente Álvarez, que por error había sido enterrado en un pueblecito de Cáceres y no en Zaragoza, donde residía su familia; entablé una guerra mediática para que las viudas de hecho de los fallecidos cobraran una pensión como merecían, lo que se consiguió con la llegada del PSOE al poder; comprobé cómo los partidos políticos se tapan entre ellos cientos de escaramuzas; cómo gran parte de los responsables en la contratación de los vuelos siguen hoy en día en sus despachos del ministerio —sólo se “cargaron” a la cúpula militar del desastre—; y un año después del siniestro, vi con mis propios ojos cómo Bono, en la cima del monte Pinav donde se había estrellado el avión, ponía todo su empeño por que las televisiones españolas tuvieran imágenes del homenaje a las víctimas mientras numerosas familias de los fallecidos permanecían atrapadas en el barro a cientos de metros del lugar. ¿Por qué nadie cuenta las cosas verdaderamente importantes? Que se lo pregunten a los capos de los medios. Yo no tengo la respuesta. Bueno, sí la tengo, como cualquiera que conozca un poco este mundillo.
El accidente del Yak-42 fue el punto de inflexión de mi carrera. Más allá de las portadas, la tensión permanente, las presiones de Defensa, la guerra sin cuartel contra el Heraldo de Aragón —desayunar leyendo la competencia puede terminar por encogerte el estómago— y el silencio del ex ministro Federico Trillo, que sólo hablaba para escupir mentiras, aquella tragedia me mostró toda la dureza de la vida. Conversaba hasta altas horas de la madrugada con familiares de los soldados y compartía con ellos cada noticia, cada avance de la investigación. Tal y como me dijo un perro viejo de la profesión, “ante la duda, ponte siempre del lado del débil”. Sí, me involucré mucho, muchísimo.
Y no me arrepiento de nada. Porque siempre que me invadía la confusión, ellos aparecían para dar sentido a mi lucha, para apoyarme, para ayudarme a seguir adelante. No estoy de acuerdo con quienes dicen que un periodista nunca debe implicarse en exceso. Si uno tiene corazoncito, no puede evitarlo. Cuestión de humanidad. Pero tras una lucha interminable por depurar responsabilidades, llegó la decepción: las cabezas visibles de la chapuza nunca perderían su lugar de privilegio y, con el tiempo, casi todo el mundo olvidaría lo sucedido. Hoy, los españoles pagamos el sueldo del señor Trillo. Al menos Bono ya no está. El que se erigió en defensor de la causa fue un “bluf”, aunque algunos colectivos lo hayan apoyado públicamente —no en privado— con la firme convicción de que algún día destaparía toda la verdad. Y hoy, casi cinco años después, cientos de preguntas siguen el aire. ¿Quién ordenó repatriar los cadáveres? ¿Por qué se contrataban vuelos basura si había quejas oficiales de militares españoles sobre los aviones ex soviéticos? ¿Por qué existen políticos incapaces de renunciar a su poltrona cuando meten la pata?
Poco a poco, la prensa fue retirándose para dejar paso a nuevas polémicas. El País, que durante la campaña electoral utilizó el accidente del Yak-42 como arma arrojadiza contra el PP, fue perdiendo progresivamente el interés por la verdad en el instante en que llegó Bono al poder. Bueno, después de sacar alguna exclusiva más dirigida desde Defensa. Y el Heraldo de Aragón, que compartía fuentes y estrategia informativa con El País en muchos aspectos, siguió los mismos pasos. Siempre he creído que detrás de esa actitud estaban algunas personas pertenecientes a un colectivo de afectados, que intentaban controlar la información que publicábamos los medios. Las mismas personas ante tanta promesa decidieron callar cuando el PSOE llegó al Gobierno y que protagonizaron momentos inolvidables en el Congreso como un abrazo claramente pactado con el ex ministro. Hasta en esas personas encontré a veces cierto rechazo cuando mis noticias no eran lo que ellos deseaban.
El muro era demasiado grueso. Imposible destruirlo. Y la vida… La vida era el periodismo. Condiciones durísimas, relaciones personales echadas al traste, jornadas de trabajo sin descanso, un futuro más que incierto cuando uno es, como diría Raúl Del Pozo, un periodista que va por libre. El corazón pereció, poco a poco, de una muerte lenta. Se desprendió de cada esperanza como las hojas de un árbol en invierno. Un ejemplo: la cúpula del Ayuntamiento de Zaragoza rechazó la propuesta de la Jefatura de la Policía Local para concederme el premio anual que otorga al periodista de Sucesos con mayor implicación en temas seguridad vial. ¿La razón? Un par de artículos bastante críticos con la gestión municipal ante una huelga de los policías locales. Señal de que no hacía tan mal mi trabajo.
Traté de pintar con las imágenes, de luchar en la calle. Soñé con lugares desconocidos, vibré con la presión de una exclusiva, sentí la magia de lo que Cartier Breson llamó “el instante decisivo” y compartí decenas de proyectos con personas que hoy son mucho más que simples compañeros. Algunas de ellas fueron incluso maestros. Ahora, con 29 años, intento desempolvar recuerdos que me trasladan a otra vida. Una vida que duró ocho años, que murió, pero que algún día tal vez vuelva a resucitar.
Lo he probado todo, pero tal vez demasiado rápido: la radio; la televisión local, nacional e internacional; una agencias de noticias; un periódico; varias revistas; una agencia de comunicación… Y después de todas esas experiencias, tengo muy claro que lo primero que muere en un periodista es la frescura. Por desgracia, la explotación sin control, las presiones enfermizas respecto a la competencia, los intereses ocultos (a veces transparentes) y las continuas decepciones han terminado por destruir el ideal de una profesión vocacional y apasionada. Y por llevar a gran cantidad de jóvenes promesas a abandonar el periodismo de raza por una vida más tranquila en casa del “enemigo”: los gabinetes de prensa. Tópicos, clichés… Verdades como puños que corrompen el panorama nacional de los medios de comunicación y que rebajan la categoría del periodismo a la de simple profesión.
Primer maestro: Javier Marrodán. En 1998, devoraba sin control todos los libros de los grandes corresponsales de guerra, tanto extranjeros como españoles: Michael Herr, Ryszard Kapuscinski, Robert Kappa, Arturo Pérez-Reverte, Ramón Lobo, Manu Leguineche, Jon Sistiaga, Francisco Perejil… Caminé por los Balcanes, Chechenia, Vietnam, la antigua Unión Soviética… Tras un turbulento paso por Derecho, llegué a la Facultad de Comunicación con una única obsesión: ser uno de aquellos hombres que habían visto suficiente como para conocer la verdadera humanidad del hombre. Así que empecé a aceptar cualquier propuesta de trabajo, remunerado o gratuito, que me permitiera aprender a ser un todoterreno. Y paralelamente, me dediqué a la fotografía. Soy de los que piensa que un buen periodista debe ser capaz de captar una buena instantánea.
Pero antes de entender la esencia del periodismo, viví una de las pocas decepciones que se convirtió en lección. Primera práctica de redacción: ¿Qué es escribir para ti? Recuerdo que pasé horas y horas escribiendo, corrigiendo, volviendo a escribir… En ese momento, aquel texto lo era todo para mí. Era el baúl en el que quería guardar todos los sueños que durante dos años había escondido en algún lugar de mi corazón. O de mi cabeza, quién sabe. Escribí con la típica ingenuidad de un joven que quiere descubrir mundo: en primera persona y con un estilo entre lo poético y lo cursi. Y la respuesta fue contundente: un 5. Abatido, acudí al despacho de Javier Marrodán en busca de una explicación a mi mediocridad. Y la encontré. “Gorka, un periodista debe escribir para los demás, no para él”. Desde entonces, mis notas fueron mejorando de forma progresiva.
Poco después, fundé una revista literaria con un grupo de amigos que con su nombre pretendía dejar constancia de nuestra rebeldía casi adolescente: El té de la seis. Sentíamos que podíamos caminar un metro por encima del suelo —defecto que años después trataría de corregir Ander Izaguirre—. Era una forma humilde de hacernos escuchar en una época en que, según dicen, la juventud está perdiendo los valores. Pobres jóvenes. Quizá el problema sea que algunos han olvidado que hace años también tuvieron 20 años. Y a los meses llegó Manuel Corera, un tipo único que me enseñó a contar historias con las imágenes en Canal 4 Navarra, a escribir relatos para la extinta emisora Net 21 y con quien compartí sesiones de cámara oculta en pleno centro de Pamplona. Un tipo que nunca actuó como jefe, sino como amigo. Con uno de los reportajes que se emitieron en el programa Perfiles, obtuve el único premio de mi carrera: el Premio de Prácticas de la Universidad de Navarra. Sé que me hizo una ilusión especial, porque competía contra alumnos de 4º. Y yo estaba en 2º, así que partía con una desventaja evidente que no mermó mis aspiraciones. Y como no era ambicioso ni nada…
Recuerdo que en aquella época aprovechaba cualquier oportunidad para viajar: Londres, Turquía, Ámsterdam, Italia, Grecia, Marruecos, Egipto… Y en cada lugar, intentaba captar la personalidad de los lugares y sus gentes con mis dos armas favoritas: el bolígrafo y la cámara de fotos. Cada retrato, cada palabra, encerraba una historia, a menudo desgraciada. No había límites que separaran mi vida privada de mis estudios. Si algo me gusta de los periodistas vocacionales es que al menos cuando son jóvenes, ejercen durante las 24 horas del día. Es imposible quitarse la mirada curiosa. Siempre está ahí, analizando la realidad que le rodea, escudriñando cada detalle, tratando de sintetizar la vida en una frase, en un gesto.
El deseo de aprender desde abajo me llevó en el verano de 2001 a la delegación en Baleares de la Agencia EFE. Allí conocí a Óscar Pipkin, un fotógrafo argentino que pasaba de los 50 y que me enseñó cientos de triquiñuelas. Se las sabía todas. Muchos años de paparazzi y decenas de portadas nacionales e internacionales le habían convertido en alguien singular y respetado en Mallorca. Vamos, que tenía el culo pelado. Allí viví la calle, infinidad de ruedas de prensa, conocí a Xiana —una joven gallega que trabajaba en Radio Nacional de España— y me subí a un helicóptero por primera vez. Si aquel viaje hubiera durado un minuto más, habría necesitado una bolsa…
Aunque cursaba Periodismo, tenía muy claro que quería estar preparado para trabajar en cualquier medio. Nunca entenderé por qué Periodismo y Comunicación Audiovisual no son una misma carrera. Un periodista debe saber de televisión, radio y prensa. Así que en el verano de 2002 logré entrar en CNN+. Pude hacerlo en Antena 3, donde las perspectivas de un futuro laboral estable eran bastante tentadoras. Pero yo quería responsabilidad. Y allí aprendí a redactar noticias, a editar vídeos, a armonizar las palabras con las imágenes, a adaptarme a la inmediatez de un canal de 24 horas. Pero cuando uno es el último mono de miles de personas, resulta complicado hacerse un hueco. Nunca se lo dije, pero Miguel Manso se convirtió en una referencia de sacrificio. Y Juanjo, el editor, en un juez que sabía impartir justicia en una redacción que vivía en constante agitación.
Sin embargo, la verdadera guerra llegaría unos meses después, precisamente cuando me surgió la oportunidad de vivir la guerra de Irak en una de las cadenas más idealizadas del planeta: la CNN, en cuya sede central de Atlanta se encontraba también de la corresponsalía de CNN+ en Estados Unidos. Su jefe, Rafa De Miguel, era un tipo hermético, con una capacidad asombrosa para hablar en directo sin trabarse ni una sola vez, con una visión clarividente de la realidad. Viví la tragedia del Columbia, las mentiras de Colin Powell ante el Consejo de Seguridad de la ONU, la censura el día en que mataron al primer grupo de marines y secuestraron a varios soldados. “Quien emita esas imágenes no estará sirviendo a su patria”, llegaría a sugerir el exsecretario de Defensa, Donald Rumsfeld. Y todos acataron sin rechistar. Nunca entenderé por qué las televisiones no debatían las verdaderas razones de aquella guerra ilegal, por qué se pasaban horas y horas diseccionando las características del armamento estadounidense y por qué a las manifestaciones contra la invasión convocadas en ciudades del interior como Atlanta apenas acudían pequeños grupos de un centenar de personas. No había debate en las calles, sólo fuegos artificiales, como diría mi amigo y consejero Miguel Ángel Jimeno. Siempre tuve la sensación de que la guerra era más importante para los europeos que para los propios norteamericanos, tan poco dados a la autocrítica. Dejando a un lado los intereses políticos y empresariales, Al Jazeera dio una lección a las cadenas estadounidenses, que apostaron por la figura del “embedded reporter”, un invento por evitar la libertad de prensa. Ataviados con chalecos antibalas, narraban sus crónicas desde tanques preparados para la batalla. Pero siempre permanecían en segunda fila. Hasta el idolatrado Nick Robertson, auténtico artífice de la gran labor realizada por la CNN durante la primera Guerra del Golfo, tuvo que ver el espectáculo desde la barrera. Mejor dicho, desde Jordania.
Tal vez el secreto resida en la fe ciega que gran parte de los estadounidenses tiene en su omnipotencia, hecha, nunca mejor dicho, a prueba de bombas. De hecho, inicialmente las encuestas respaldaban a Bush. Y la corriente sólo cambió cuando la sociedad comprendió que el triunfo era una quimera y que sus soldados caían como moscas a pesar de su enorme ventaja frente al enemigo.
Allí pude mirar, mirar mucho. Pude aprender en silencio y contar en primera persona las historias del “frente americano”. Vi, escuché y procesé. ¡Ah! También logré ordenar la videoteca de la corresponsalía como nadie lo había hecho antes. Y despedirme con un reportaje que emitió Canal + en abierto donde contaba las técnicas propagandísticas de la Administración Bush. Recuerdo que mi abuela siempre decía que la televisión me hacía más delgado. Al menos en eso, logré ser diferente.
Y cuando creía que ya estaba preparado para cualquier destino, aprendí otra gran lección: después de tantos años, seguía más verde que una película de dos rombos. En 2003 volví como becario a la escuela, a El Periódico de Aragón, y allí me hice periodista, gracias sin lugar a dudas a la confianza que me brindó mi mentor, Miguel Ángel Liso. “Eres un periodista de raza”, me comentó una vez. Gracias a él y a la jefa de Local, Dalia Moliné, que se volcó en mi formación y se convirtió en mi confidente, en apenas dos meses estaba investigando en uno de los casos al que más atención prestaban los medios aragoneses: la tragedia área del Yakovlev 42, que costó la vida a 62 militares españoles y de la que podría escribir cientos de páginas. Y me especialicé en Sucesos y Defensa. El idealismo se convirtió en excitación, en increíbles aventuras que dibujaban espirales de interrogantes en mi mente. Fui enviado especial en Turquía en dos ocasiones para todos los periódicos del Grupo Zeta —allí conocí los secretos del genio Pablo Ordaz— y viajé con el ex ministro de Defensa, José Bono, a Afganistán —rodeado de periodistas veteranos que en la mayoría de los casos paseaban su grandeza como pavos desplumados—.
Apenas una semana antes de que dos helicópteros españoles sufrieran un accidente inexplicable y en circunstancias más que extrañas a mediados de agosto de 2005, sobrevolé el desierto afgano en un Cougar. Vi a un grupo de mujeres afganas colocarse el burka tras un acto oficial en el que se quería mostrar la apertura experimentada por el país tras la intervención de la comunidad internacional, sufrí el recelo de los locales hacia los extranjeros y conocí a un alto cargo del Ministerio de Defensa que se colocaba el casco debajo de sus genitales porque prefería que le robaran la cabeza a su virilidad. Yo creo que había visto Apocalipse Now demasiadas veces.
Pero más allá de esta experiencia, me faltaba la prueba más dura antes de la graduación: conseguir una auténtica exclusiva. Vamos, lo único que te permite hacerte respetar por la clase política y el resto de la profesión. Destapé el sobrepeso con el que despegó el Yak-42 —una ilegalidad que sería camuflada después con una presunta avería en el sensor del combustible a pesar de que el avión supuestamente no tenía ningún fallo técnico— y contemplé con temor desde la inexperiencia la repercusión de una exclusiva nacional. Aún recuerdo cómo el ex ministro Bono no convocó una rueda de prensa para explicar las conclusiones finales de la investigación, como sí había hecho su predecesor, y se dirigió formalmente al Congreso para contar una verdad camuflada. Sin rueda de prensa, no habría preguntas incómodas, porque los diputados no estaban excesivamente preparados en el tema.
También demostré que Defensa había ordenado enterrar restos humanos sin identificar en Turquía y sin avisar a las familias; me hice con fuentes en el Instituto de Toxicología de Estambul que me confirmaron la chapuza realizada por el Gobierno de Aznar con los más de 30 cuerpos que fueron repatriados a España sin una identificación; fui el único periodista invitado por una viuda, Rosa, para contar en primera persona y como testigo directo el proceso de exhumación de su difunto marido, el subteniente Álvarez, que por error había sido enterrado en un pueblecito de Cáceres y no en Zaragoza, donde residía su familia; entablé una guerra mediática para que las viudas de hecho de los fallecidos cobraran una pensión como merecían, lo que se consiguió con la llegada del PSOE al poder; comprobé cómo los partidos políticos se tapan entre ellos cientos de escaramuzas; cómo gran parte de los responsables en la contratación de los vuelos siguen hoy en día en sus despachos del ministerio —sólo se “cargaron” a la cúpula militar del desastre—; y un año después del siniestro, vi con mis propios ojos cómo Bono, en la cima del monte Pinav donde se había estrellado el avión, ponía todo su empeño por que las televisiones españolas tuvieran imágenes del homenaje a las víctimas mientras numerosas familias de los fallecidos permanecían atrapadas en el barro a cientos de metros del lugar. ¿Por qué nadie cuenta las cosas verdaderamente importantes? Que se lo pregunten a los capos de los medios. Yo no tengo la respuesta. Bueno, sí la tengo, como cualquiera que conozca un poco este mundillo.
El accidente del Yak-42 fue el punto de inflexión de mi carrera. Más allá de las portadas, la tensión permanente, las presiones de Defensa, la guerra sin cuartel contra el Heraldo de Aragón —desayunar leyendo la competencia puede terminar por encogerte el estómago— y el silencio del ex ministro Federico Trillo, que sólo hablaba para escupir mentiras, aquella tragedia me mostró toda la dureza de la vida. Conversaba hasta altas horas de la madrugada con familiares de los soldados y compartía con ellos cada noticia, cada avance de la investigación. Tal y como me dijo un perro viejo de la profesión, “ante la duda, ponte siempre del lado del débil”. Sí, me involucré mucho, muchísimo.
Y no me arrepiento de nada. Porque siempre que me invadía la confusión, ellos aparecían para dar sentido a mi lucha, para apoyarme, para ayudarme a seguir adelante. No estoy de acuerdo con quienes dicen que un periodista nunca debe implicarse en exceso. Si uno tiene corazoncito, no puede evitarlo. Cuestión de humanidad. Pero tras una lucha interminable por depurar responsabilidades, llegó la decepción: las cabezas visibles de la chapuza nunca perderían su lugar de privilegio y, con el tiempo, casi todo el mundo olvidaría lo sucedido. Hoy, los españoles pagamos el sueldo del señor Trillo. Al menos Bono ya no está. El que se erigió en defensor de la causa fue un “bluf”, aunque algunos colectivos lo hayan apoyado públicamente —no en privado— con la firme convicción de que algún día destaparía toda la verdad. Y hoy, casi cinco años después, cientos de preguntas siguen el aire. ¿Quién ordenó repatriar los cadáveres? ¿Por qué se contrataban vuelos basura si había quejas oficiales de militares españoles sobre los aviones ex soviéticos? ¿Por qué existen políticos incapaces de renunciar a su poltrona cuando meten la pata?
Poco a poco, la prensa fue retirándose para dejar paso a nuevas polémicas. El País, que durante la campaña electoral utilizó el accidente del Yak-42 como arma arrojadiza contra el PP, fue perdiendo progresivamente el interés por la verdad en el instante en que llegó Bono al poder. Bueno, después de sacar alguna exclusiva más dirigida desde Defensa. Y el Heraldo de Aragón, que compartía fuentes y estrategia informativa con El País en muchos aspectos, siguió los mismos pasos. Siempre he creído que detrás de esa actitud estaban algunas personas pertenecientes a un colectivo de afectados, que intentaban controlar la información que publicábamos los medios. Las mismas personas ante tanta promesa decidieron callar cuando el PSOE llegó al Gobierno y que protagonizaron momentos inolvidables en el Congreso como un abrazo claramente pactado con el ex ministro. Hasta en esas personas encontré a veces cierto rechazo cuando mis noticias no eran lo que ellos deseaban.
El muro era demasiado grueso. Imposible destruirlo. Y la vida… La vida era el periodismo. Condiciones durísimas, relaciones personales echadas al traste, jornadas de trabajo sin descanso, un futuro más que incierto cuando uno es, como diría Raúl Del Pozo, un periodista que va por libre. El corazón pereció, poco a poco, de una muerte lenta. Se desprendió de cada esperanza como las hojas de un árbol en invierno. Un ejemplo: la cúpula del Ayuntamiento de Zaragoza rechazó la propuesta de la Jefatura de la Policía Local para concederme el premio anual que otorga al periodista de Sucesos con mayor implicación en temas seguridad vial. ¿La razón? Un par de artículos bastante críticos con la gestión municipal ante una huelga de los policías locales. Señal de que no hacía tan mal mi trabajo.