sábado, 17 de julio de 2010

Desembarco en la profesión (17)

Miguel García San Emeterio, hoy secretario de nuestra Facultad, nos narra aquellas prrácticas en El Territorio (Argentina)

Mi primer trabajo de periodista fue a más de diez mil kilómetros de casa, en una región de tierra tan roja, que teñía la ropa; bajo los rigores de un clima subtropical y donde todo era reciente, como si la Historia acabase de empezar, y eso que los jesuitas habían fundado en el siglo XVII sus reducciones para los guaraníes. En la provincia argentina de Misiones, en el extremo del nordeste argentino, una cuña entre Paraguay y Brasil, hay mucha selva, mucha plantación de mate y dos ríos enormes: al oeste, el Paraná y, al este, el Uruguay, que cientos de kilómetros al sur forman el río más ancho del mundo: el Río de la Plata.

Igual ya saben que Jorge Luis Borges decía que los argentinos descienden de los barcos. Pero los misioneros no son como los porteños de Buenos Aires, mezcla de gallegos, vascos, italianos y judíos, más bien es una provincia de alemanes, polacos, ucranianos, rusos, y —menos— italianos y españoles. En mitad de la selva encontrabas familias de rubios platinos de tez blanquísima, que, en muchas ocasiones, hablaban todavía en alemán. Me acuerdo de reclutas del ejército paraguayo, chicos de 16 años, entre los que había, así, uno junto al otro, un guaraní morenito y de corta estatura, junto a un sajón, rubio e imponente.

Pero, claro, en Misiones, con base en su capital, Posadas, también tenían su periódico: El Territorio. Me había llevado allá un entonces profesor de la Facultad, Toni Piqué, que justo acababa de rediseñar la cabecera con otros dos socios, entre ellos, Gonzalo Peltzer. Gonzalo, porteño de madre gaditana, se había quedado allá de director. Es un tipo especial: proclama siempre que el primer mundo le aburre soberanamente, porque en Latinoamérica está todo por hacer. Hoy es uno de los propietarios del periódico.

No fui solo, me llevé conmigo a Paco del Pino, un compañero de promoción, que se quedó allí con su Rosana y que ahora, vueltas de la vida, trabaja en la competencia de El Territorio. Peltzer luchaba contra la endogamia profesional misionera y pretendía que Paco y yo polinizáramos la redacción con nuestras ideas frescas y osadas recién llegadas de Navarra. Como plan para seis meses, con el título recién obtenido, pues no estaba tan mal. Yo tenía ganas de aventura y de hacer algo diferente con mi vida. En la sección "Misiones" me convertí en uno de los editores de las informaciones que mandaban los corresponsales del interior. Eran periodistas vocacionales, comprometidos con el periódico, pero escasamente formados —de acuerdo con los cánones del hemisferio norte— para contrastar las fuentes, para cumplir plazos de entrega y, qué caballo de batalla, para la redacción periodística.

(Paco Sánchez, Julia Armenteros, Fernando López Pan, Luis M. Sanz, José Antonio Vidal-Quadras, María Ángeles Artázcoz, Pilar Santaolalla, Miguel Ángel Jimeno: os estoy muy agradecido).



Y ahí, en "Misiones", me ocurrió una de las mejores historias de mi carrera. La provincia más oriental de la República también tenía su ciudad más oriental: Bernardo de Irigoyen (nombrar pueblos con héroes patrios es costumbre austral). Allí vivía Juan Martínez, un sencillo canillita (quiosquero), que regentaba un puesto a pocos metros de la comisaría de la Policía y de la frontera con la localidad brasileña de Dionisio Cerqueira.

Juan era un porteño ya cincuentón, que había salido corriendo de la capital federal por un viejo, pero mal asunto de amores. Era un tipo atildado, más bien pequeño, muy delgado, chupado de cara, peinado a raya y siempre dispuesto a salir corriendo detrás de la necesidad del momento. Había terminado en Bernardo de Irigoyen, donde fundó una familia con una joven brasileña, y que ya le había dado tres hijos; Juan se desvivía por ellos, y ellos por Juan.

Además de nuestro principal distribuidor, era el corresponsal. Escribía eternas crónicas en papel rayado, con buena ortografía y un lenguaje envarado y preciosista, aunque, eso sí, entregado a la precisión. Mi terror era mirar el fax en la redacción, y observar cómo el telecentro de Bernardo de Irigoyen nos estaba mandando un nuevo rollo de papel redactado por el amanuense canillita, lo que supondría una hora —al menos— de reescritura y edición.

Las charlas con Juan, antes y después de la recepción, eran eternas, pero divertidas:
—Verá, Señor, esta mañana estuve en el destacamento de la Policía…
—¡Martínez!, a mí no me llames Señor, que me doblas la edad.
—Sí, Señor, lo que usted diga...
—¡Juan!
—Señor, usted es alguien importante, que ha venido de España a trabajar allá en El Territorio.
—Yo no puedo tratarle de otra manera.
—Lo que tú quieras... ¿Qué ha pasado con la Policía?
—Detuvieron a un brasilero por un robo de vacas, y no quería hablar, pero ya le apretaron, Señor, y lo contó todo...

Juan era tan inocente y merecía tanta confianza al jefe del puesto policial, que no dudaban en apurar los interrogatorios en su presencia. Siempre teníamos excelente información de los sucesos de la zona. Un buen día, el diario decidió equipar a los corresponsales con un ordenador conectado a Internet. Se acababan las crónicas a mano, transmitidas por fax. Gracias a los conocimientos informáticos de su hija pequeña, y a horas y horas de edición telefónica, Juan terminó redactando sus noticias en una sola página de word, con el lenguaje preciso y de forma ordenada pero, más que nada, con todo el color de la vida. Peltzer resumía que Martínez se había saltado a Guttemberg. Se había hecho periodista desde un sencillo quiosco, con la ilusión del principiante, pero ansioso por los comentarios recibidos desde Posadas. Demostró una increíble capacidad de aprendizaje a los cincuenta y tantos. Sólo necesitaba que alguien se pusiera sus zapatos.

Tuve la suerte de conocerle allá, me invitó a cenar en su casa con su familia. Y ahí le dejé, correteando por un pueblo en el que, según entrabas desde Dionisio Cerqueira, dabas con un cartel enorme: "La Patria comienza en la frontera".

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Volvete de visita por acá, che, que otros copiamos tu experiencia al otro lado del charco con años de retraso ;-) Tremenda foto corporativa, si hasta pareces formal... Saludos porteños, compañeros del metal!!!

MGS dijo...

En la foto corporativa, que tú dices, no estaba ni casado. ¿No vuelves por San Lorenzo?

Anónimo dijo...

Vuelvo, por supuesto. A ver si cuadramos una visita a Pamplona o encuentro en otro lugar entre el 26 de julio y 26 de agosto. Nos vemos en los bares!!!

paco del pino dijo...

Grande, Gator!!!
Por fin encontraste dónde rendir su merecido homenaje a nuestro amigo Martínez (Oscar, no Juan: el alzheimer es asi y ya no estamos como cuando nos vinimos al subtropico precisamente). Debe haber alguna forma de hacérselo llegar, aunque ya quedó definitivamente del otro lado de la frontera... Aprovecho para mandarte un fuerte abrazo y otro al gran Jimeno por su brillante idea del blog. Un poco de aire frescoooo!!!

MGS dijo...

Efectivamente, Paco, Martínez era Óscar y no Juan. Y Guttemberg era Gutenberg: Gonzalo me ha editado el texto cuidadosamente en PaperPapers.

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