Antonio Mencía, hasta hace unas semanas director de Diario de Burgos, nos relata un hecho histórico que pocos saben. El día que secuestraron a Alfonso Guerra en Roma. Él dio la exclusiva...
Asumir el primer trabajo –de prácticas durante tres meses— suponía para el estudiante universitario una responsabilidad que no había tenido hasta ese momento en el ejercicio de una profesión, la de periodista, que atraía enormemente. Presentarse en la redacción de una agencia de noticias en Madrid para el estudiante que acababa de terminar cuarto de periodismo en aquel verano de 1983 significaba un reto intenso, apasionante a la vez que divertido. Escuchar al redactor jefe una vez tras otra si ese era el mejor titular que podía escribir, o cómo era capaz de acabar una noticia tres horas después de haberse producido, en vez de haberla enviado a nuestros suscriptores de forma inmediata, valía escuchar las primeras broncas de tu vida.
Pero lo que más me acongojó en esos tres meses de caluroso verano madrileño fue la llamada que recibí en la redacción un sábado por la mañana, cuando casualmente habían desaparecido los redactores de la agencia que ese fin de semana estaban de guardia. Llamaba el corresponsal de la agencia en Roma, y al que suscribe, que se dedicaba día tras día a escuchar las voces de corresponsales de las diferentes provincias españolas para luego reelaborar las noticias antes de transmitirlas, oír una de fuera de nuestro país, le llenó de sorpresa.
Decía el compañero que Alfonso Guerra, a la sazón vicepresidente del Gobierno, no había aparecido en una cita que tenía en la capital italiana con los medios de comunicación y que cabía la posibilidad de que se hubiera ido con una amiga que tenía entonces –de la cual nació Pincho—, pero que todo indicaba que quizá hubiera sido víctima de un secuestro. Yo no tenía a quién preguntar. El último que había abandonado la redacción esa gloriosa mañana era el redactor jefe que había bajado, justo a esa hora, a la peluquería.
A los diez minutos volví a recibir la misma llamada de nuestro corresponsal. Estaba confirmado lo del secuestro y teníamos la exclusiva de sus propias fuentes. Me encontraba en la misma agencia que dio la primicia de la muerte del general Franco ¿Podía ocurrir lo mismo con el secuestro de Guerra? Animado por la persona que enviaba los teletipos a todos los abonados —Internet todavía estaba en la mente de sus creadores y el correo electrónico era una entelequia—, decidí, en un momento de especial lucidez, que deberíamos enviar un flash a todos los medios, con una sola línea para anunciarles nuestra noticia: Alfonso Guerra, vicepresidente del Gobierno, secuestrado en Roma. Ampliaremos información.
Luego me lancé y con la poca documentación que conseguí amplié la información sobre Guerra y sobre los secuestros en Italia.
Así transcurrieron los minutos, el primero en llegar fue un redactor que me dijo que había escuchado en la Ser que, según Europa Press el vicepresidente del Gobierno había sido secuestrado en Roma. Luego llegaron otros hasta completar esa redacción matutina sorprendentemente desierta. Les conté todo. Sonó el teléfono en medio del silencio. El redactor jefe me gritó: Te llama el portavoz del Gobierno, Eduardo Sotillos. En ese momento pensé: Qué jeta la del jefe, que me pasa a Moncloa, cuando él debía haber asumido el flash. Sotillos, ni se me ocurrió analizar si era él o no, me dijo que estaba desestabilizando el país y que antes de enviar una noticia de este calado tenía que confirmarla.
¿Cómo iba a confirmarla en España si ya lo había hecho el de Roma?, pensé. Hubiera destrozado mi exclusiva. Le escuché atento y colgué. Al cortar el teléfono todos los compañeros –ahora muchos de ellos son los que mandan en diversos medios— me aplaudieron. Había sido una broma en la que habían participado desde la telefonista –que tras el avance me iba llamando para decir que estaban llamando todos los medios de comunicación— a los teclistas del teletipo que me serenaban en mi sábado convulso. El siguiente teletipo que salió de la agencia rezaba: Perdonen la interrupción del servicio durante la última hora por causas ajenas a Europa Press.
Había caído en la trampa. Naturalmente, ni el flash ni la ampliación habían traspasado las fronteras de la agencia. Y esa mañana de sábado de hace veinticinco años aprendí un montón de mi profesión. Por eso se lo agradezco a quienes compartieron conmigo esos tres primeros meses laborales en una agencia que había sido en los últimos años del franquismo y el inicio de la transición pilar de la información libre. Y en el primer recuerdo, Antonio Herrero Losada, su director, que intentó ese verano venderme un Wolksvagen de segunda mano. Luego Jesús Frías, Pepe Apezarena, Miguel Ángel Liso (qué buen jefe de los de prácticas), Julián Lacalle, Agustín Yanel (vaya olfato el tipo), Francisco Justicia, Pedro Blasco, Carmen del Riego y un largo etcétera de grandes profesionales que se unirían a los que luego conocí en la sección de reportajes de la agencia, cuando ya me incorporé tras finalizar la carrera: José Luis Cebrián (el mejor director que tuve nunca, tanto que llegó a tirarme un zapato cuando entré en una reunión con gabardina y paraguas), Carmen de la Serna, Carmen Remírez de Ganuza, y los que ya se iniciaron conmigo en este apasionante y duro trabajo: Mauricio Fernández, Alejandro Elortegui, Ángel Expósito y Fernando Rayón, con quienes llegué a medir las copas que había en la sala de trofeos del Real Madrid o a escribir el número especial de Hola sobre Las Bodas de Plata de los Reyes.
Asumir el primer trabajo –de prácticas durante tres meses— suponía para el estudiante universitario una responsabilidad que no había tenido hasta ese momento en el ejercicio de una profesión, la de periodista, que atraía enormemente. Presentarse en la redacción de una agencia de noticias en Madrid para el estudiante que acababa de terminar cuarto de periodismo en aquel verano de 1983 significaba un reto intenso, apasionante a la vez que divertido. Escuchar al redactor jefe una vez tras otra si ese era el mejor titular que podía escribir, o cómo era capaz de acabar una noticia tres horas después de haberse producido, en vez de haberla enviado a nuestros suscriptores de forma inmediata, valía escuchar las primeras broncas de tu vida.
Pero lo que más me acongojó en esos tres meses de caluroso verano madrileño fue la llamada que recibí en la redacción un sábado por la mañana, cuando casualmente habían desaparecido los redactores de la agencia que ese fin de semana estaban de guardia. Llamaba el corresponsal de la agencia en Roma, y al que suscribe, que se dedicaba día tras día a escuchar las voces de corresponsales de las diferentes provincias españolas para luego reelaborar las noticias antes de transmitirlas, oír una de fuera de nuestro país, le llenó de sorpresa.
Decía el compañero que Alfonso Guerra, a la sazón vicepresidente del Gobierno, no había aparecido en una cita que tenía en la capital italiana con los medios de comunicación y que cabía la posibilidad de que se hubiera ido con una amiga que tenía entonces –de la cual nació Pincho—, pero que todo indicaba que quizá hubiera sido víctima de un secuestro. Yo no tenía a quién preguntar. El último que había abandonado la redacción esa gloriosa mañana era el redactor jefe que había bajado, justo a esa hora, a la peluquería.
A los diez minutos volví a recibir la misma llamada de nuestro corresponsal. Estaba confirmado lo del secuestro y teníamos la exclusiva de sus propias fuentes. Me encontraba en la misma agencia que dio la primicia de la muerte del general Franco ¿Podía ocurrir lo mismo con el secuestro de Guerra? Animado por la persona que enviaba los teletipos a todos los abonados —Internet todavía estaba en la mente de sus creadores y el correo electrónico era una entelequia—, decidí, en un momento de especial lucidez, que deberíamos enviar un flash a todos los medios, con una sola línea para anunciarles nuestra noticia: Alfonso Guerra, vicepresidente del Gobierno, secuestrado en Roma. Ampliaremos información.
Luego me lancé y con la poca documentación que conseguí amplié la información sobre Guerra y sobre los secuestros en Italia.
Así transcurrieron los minutos, el primero en llegar fue un redactor que me dijo que había escuchado en la Ser que, según Europa Press el vicepresidente del Gobierno había sido secuestrado en Roma. Luego llegaron otros hasta completar esa redacción matutina sorprendentemente desierta. Les conté todo. Sonó el teléfono en medio del silencio. El redactor jefe me gritó: Te llama el portavoz del Gobierno, Eduardo Sotillos. En ese momento pensé: Qué jeta la del jefe, que me pasa a Moncloa, cuando él debía haber asumido el flash. Sotillos, ni se me ocurrió analizar si era él o no, me dijo que estaba desestabilizando el país y que antes de enviar una noticia de este calado tenía que confirmarla.
¿Cómo iba a confirmarla en España si ya lo había hecho el de Roma?, pensé. Hubiera destrozado mi exclusiva. Le escuché atento y colgué. Al cortar el teléfono todos los compañeros –ahora muchos de ellos son los que mandan en diversos medios— me aplaudieron. Había sido una broma en la que habían participado desde la telefonista –que tras el avance me iba llamando para decir que estaban llamando todos los medios de comunicación— a los teclistas del teletipo que me serenaban en mi sábado convulso. El siguiente teletipo que salió de la agencia rezaba: Perdonen la interrupción del servicio durante la última hora por causas ajenas a Europa Press.
Había caído en la trampa. Naturalmente, ni el flash ni la ampliación habían traspasado las fronteras de la agencia. Y esa mañana de sábado de hace veinticinco años aprendí un montón de mi profesión. Por eso se lo agradezco a quienes compartieron conmigo esos tres primeros meses laborales en una agencia que había sido en los últimos años del franquismo y el inicio de la transición pilar de la información libre. Y en el primer recuerdo, Antonio Herrero Losada, su director, que intentó ese verano venderme un Wolksvagen de segunda mano. Luego Jesús Frías, Pepe Apezarena, Miguel Ángel Liso (qué buen jefe de los de prácticas), Julián Lacalle, Agustín Yanel (vaya olfato el tipo), Francisco Justicia, Pedro Blasco, Carmen del Riego y un largo etcétera de grandes profesionales que se unirían a los que luego conocí en la sección de reportajes de la agencia, cuando ya me incorporé tras finalizar la carrera: José Luis Cebrián (el mejor director que tuve nunca, tanto que llegó a tirarme un zapato cuando entré en una reunión con gabardina y paraguas), Carmen de la Serna, Carmen Remírez de Ganuza, y los que ya se iniciaron conmigo en este apasionante y duro trabajo: Mauricio Fernández, Alejandro Elortegui, Ángel Expósito y Fernando Rayón, con quienes llegué a medir las copas que había en la sala de trofeos del Real Madrid o a escribir el número especial de Hola sobre Las Bodas de Plata de los Reyes.
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