Mitxel Ezkiaga nos escribe unas líneas: "Os mando esto con cierto pudor, pero es que encaja totalmente en vuestra iniciativa de ahora: mi primer día de prácticas en un periódico. Hace unos años lo publiqué en mi sección semanal "La agenda portátil" de El Diario Vasco. Luego salió en alguna revista y hasta me dieron algún premio por él...". Pues vamos a disfrutar este "suceso a cuatro columnas":
– Apraiz, ¿no estás pisando demasiado el acelerador?
–Como se nota que eres un novato, chaval.
—¿Cómo has dicho que te llamas?
–Mitxel, Mitxel Ezquiaga. Es mi primer día de prácticas en el periódico.
—Ya se nota, ya.
Y Apraiz pisaba aún más el acelerador mientras la música de Wagner imprimía una marcha épica al vuelo del coche por la vieja carretera nacional. Podría constituir una escena operística si el vehículo fuese un modelo alemán de gran cilindrada, pero era un Seat Panda pequeño y viejo, así que aquello cobraba más el aspecto de una zarzuela amateur.
—Mira, chaval, cuando hagamos las fotos del muerto de Pasajes tengo que ir al Boulevard porque han quemado un par de autobuses y quieren la foto para Primera. Si no corro, nos quedamos sin fotos.
Y Apraiz corría hasta hacer saltar el cuentakilómetros y, a la vez, volvía la cabeza buscando el paquete de tabaco en su cazadora de cuero que iba echada en el asiento trasero. Yo abrazaba mi pequeña libreta, aún por estrenar, que mi madre me había regalado esa mañana al salir de casa. Era mi primer día de periodista, o de aspirante a serlo. Lo que no esperaba cuando dejé esa mañana el hogar familiar es que mi estreno profesional iba a ser la noticia de un muerto aún sin nombre.
—Ahí están las ambulancias. Creo que vamosa tener la foto del fiambre. Empiezas con suerte, chaval.
El fotógrafo Apraiz se había convertido en mi lazarillo. Era pequeño, de pelo prematuramente blanco, con una ligera cojera cuyas causas se atribuían a su mala vida y pocas palabras. Me lo presentó esa misma mañana Carmen Sánchez, la redactora jefe que me había tocado en suerte. En un lenguaje anterior a la invención de lo políticamente correcto definiría a Carmen como lo más parecido a un hombre: cigarro en la boca, pelo corto y sucio, un jersey y un pantalón que ocultaban curvas más masculinas que femeninas y un hablar salpicado de giros de taberna.
—Mitxel, siéntate ahí y ponte a escribir las notas y avisos. Hay quien piensa que lo importante del periódico son los editoriales, pero la confianza del lector se gana con la precisión en estas pequeñas cosas.
Y me senté a preparar tan alta misión con las orejas bien abiertas para captar el ambiente de la redacción. Yo esperaba ver ahí a un grupo de periodistas arreglando el mundo o tratando de ganar un Pulitzer, pero en un primer vistazo sólo capté una tertulia sobre la delgadez de los sueldos, unos susurros en una esquina que parecían el preludio de un ligue y una atmósfera de desgana que no encajaba con lo que yo esperaba encontrar.
Había corregido ya la columna de las farmacias de guardia y me disponía a meter en la página los avisos de los donantes de sangre cuando Carmen Sánchez apareció de nuevo detrás de su cigarro.
—Vas a tener marcha en tu primer día, Mitxel. Ha aparecido un cadáver flotando en el puerto de Pasajes. Vete con Apraiz, el fotógrafo, y luego te escribes una historieta.
Y ahí estaba yo ahora. El cuerpo, envuelto en una manta, descansaba ya sobre uno de los espigones del puerto, junto a la ambulancia de la Cruz Roja, a la espera de que llegara el juez de guardia. Apraiz sacaba fotos con la desgana de quien ha visto ya muchos muertos a través del visor de la cámara, y yo trataba de arrancar alguna información a los empleados del puerto que habían rescatado el cuerpo. Pero nadie quería saber nada de periodistas, y menos de un chaval con un aspecto de estudiante que se apartaba bastante del perfil que se espera de un periodista de sucesos.
Cuando salimos de Pasajes, otra vez en el Panda, otra vez a una velocidad excesiva para aquel coche y aquella carretera, otra vez con la música de Wagner como banda sonora, repasé las notas que había logrado más por el apoyo displicente de Apraiz que por mi sagacidad de reportero. El cuerpo parecía corresponder a un joven magrebí que habría caído de alguno de los cargueros de bandera panameña que llevaban días en el muelle. En sólo 24 horas se podría conocer su filiación, y todo parecía indicar que se trataba de un accidente. Nadie daba demasiada importancia al asunto. Era un caso menor.
—Desde luego que tienes suerte, chaval. Ya se han llevado el muerto al depósito y no ha aparecido ningún fotógrafo de la competencia. Sólo nosotros tenemos la historia, Mitxel.
Apraiz me infundió moral. Fuimos al Boulevard, entre los pelotazos policiales fotografiamos los restos del autobús que un grupo de encapuchados había calcinado un rato antes y regresamos al periódico a la ya sabida velocidad wagneriana. A la redactora jefe lo que más le interesó fue que ningún otro periódico tuviera la foto del muerto.
—¿Seguro que no ha ido nadie de El Diario Vasco?
—Seguro, dijo Apraiz.
—Pues escribe media página en plan reportaje, alternando los datos con las pinceladas
de ambiente, me ordenó Carmen Sánchez.
Una hora después mi trabajo estaba terminado y bajo los ojos de mi jefa. No está nada mal, sentenció con la colilla del cigarrillo milagrosamente suspendida en la comisura de los labios.
—Ya me hubiera gustado a mí escribir así en el primer día de trabajo. Puedes irte a casa si quieres.
Cuando esa noche conté a mis padres las andanzas de mi estreno profesional no pude ocultar mi satisfacción por aquellas palabras de Carmen que aún bailaban en mi cabeza, como un premio Pulitzer doméstico. A la mañana siguiente, cuando me desperté, mi padre me esperaba en el salón con nuestro periódico y El Diario Vasco abiertos por las páginas de sucesos.
—Tu reportaje ha quedado fenomenal, Mitxel. Ocupa casi una página y está muy bien escrito. La pena es que no dices quién era el muerto ni cómo ha sido el suceso, es sólo literatura. El Diario da sólo una columna, sin foto, pero con los datos del fallecido, la explicación de la Guardia Civil y declaraciones desde Tánger de la madre del muerto.
Cuando unas horas después, por la tarde, volví a encontrarme con Carmen Sánchez, sonreían ella y su cigarrillo.
—Enhorabuena por haber recibido tu primer pisotón. Ayer, aparte de escribir una crónica tan bonita, debías haber llamado a la comandancia o a la central de Cruz Roja... El periodismo no es hacer frases, sino dar datos. Por cierto, Apraiz te espera en el coche. Ha volcado en Asteasu un camión que transportaba cerdos y los animales están campando a sus anchas por la carretera.
Apraiz pisó el acelerador casi sin esperar a que terminara de montarme en el Panda, insufló decibelios a Wagner y sentenció.
—¡Cómo se nota que eres un novato, chaval!
La música no es mi fuerte, pero juraría que lo que sonaba en el radiocassette era “Los nibelungos”.
Corría julio de 1983.
– Apraiz, ¿no estás pisando demasiado el acelerador?
–Como se nota que eres un novato, chaval.
—¿Cómo has dicho que te llamas?
–Mitxel, Mitxel Ezquiaga. Es mi primer día de prácticas en el periódico.
—Ya se nota, ya.
Y Apraiz pisaba aún más el acelerador mientras la música de Wagner imprimía una marcha épica al vuelo del coche por la vieja carretera nacional. Podría constituir una escena operística si el vehículo fuese un modelo alemán de gran cilindrada, pero era un Seat Panda pequeño y viejo, así que aquello cobraba más el aspecto de una zarzuela amateur.
—Mira, chaval, cuando hagamos las fotos del muerto de Pasajes tengo que ir al Boulevard porque han quemado un par de autobuses y quieren la foto para Primera. Si no corro, nos quedamos sin fotos.
Y Apraiz corría hasta hacer saltar el cuentakilómetros y, a la vez, volvía la cabeza buscando el paquete de tabaco en su cazadora de cuero que iba echada en el asiento trasero. Yo abrazaba mi pequeña libreta, aún por estrenar, que mi madre me había regalado esa mañana al salir de casa. Era mi primer día de periodista, o de aspirante a serlo. Lo que no esperaba cuando dejé esa mañana el hogar familiar es que mi estreno profesional iba a ser la noticia de un muerto aún sin nombre.
—Ahí están las ambulancias. Creo que vamosa tener la foto del fiambre. Empiezas con suerte, chaval.
El fotógrafo Apraiz se había convertido en mi lazarillo. Era pequeño, de pelo prematuramente blanco, con una ligera cojera cuyas causas se atribuían a su mala vida y pocas palabras. Me lo presentó esa misma mañana Carmen Sánchez, la redactora jefe que me había tocado en suerte. En un lenguaje anterior a la invención de lo políticamente correcto definiría a Carmen como lo más parecido a un hombre: cigarro en la boca, pelo corto y sucio, un jersey y un pantalón que ocultaban curvas más masculinas que femeninas y un hablar salpicado de giros de taberna.
—Mitxel, siéntate ahí y ponte a escribir las notas y avisos. Hay quien piensa que lo importante del periódico son los editoriales, pero la confianza del lector se gana con la precisión en estas pequeñas cosas.
Y me senté a preparar tan alta misión con las orejas bien abiertas para captar el ambiente de la redacción. Yo esperaba ver ahí a un grupo de periodistas arreglando el mundo o tratando de ganar un Pulitzer, pero en un primer vistazo sólo capté una tertulia sobre la delgadez de los sueldos, unos susurros en una esquina que parecían el preludio de un ligue y una atmósfera de desgana que no encajaba con lo que yo esperaba encontrar.
Había corregido ya la columna de las farmacias de guardia y me disponía a meter en la página los avisos de los donantes de sangre cuando Carmen Sánchez apareció de nuevo detrás de su cigarro.
—Vas a tener marcha en tu primer día, Mitxel. Ha aparecido un cadáver flotando en el puerto de Pasajes. Vete con Apraiz, el fotógrafo, y luego te escribes una historieta.
Y ahí estaba yo ahora. El cuerpo, envuelto en una manta, descansaba ya sobre uno de los espigones del puerto, junto a la ambulancia de la Cruz Roja, a la espera de que llegara el juez de guardia. Apraiz sacaba fotos con la desgana de quien ha visto ya muchos muertos a través del visor de la cámara, y yo trataba de arrancar alguna información a los empleados del puerto que habían rescatado el cuerpo. Pero nadie quería saber nada de periodistas, y menos de un chaval con un aspecto de estudiante que se apartaba bastante del perfil que se espera de un periodista de sucesos.
Cuando salimos de Pasajes, otra vez en el Panda, otra vez a una velocidad excesiva para aquel coche y aquella carretera, otra vez con la música de Wagner como banda sonora, repasé las notas que había logrado más por el apoyo displicente de Apraiz que por mi sagacidad de reportero. El cuerpo parecía corresponder a un joven magrebí que habría caído de alguno de los cargueros de bandera panameña que llevaban días en el muelle. En sólo 24 horas se podría conocer su filiación, y todo parecía indicar que se trataba de un accidente. Nadie daba demasiada importancia al asunto. Era un caso menor.
—Desde luego que tienes suerte, chaval. Ya se han llevado el muerto al depósito y no ha aparecido ningún fotógrafo de la competencia. Sólo nosotros tenemos la historia, Mitxel.
Apraiz me infundió moral. Fuimos al Boulevard, entre los pelotazos policiales fotografiamos los restos del autobús que un grupo de encapuchados había calcinado un rato antes y regresamos al periódico a la ya sabida velocidad wagneriana. A la redactora jefe lo que más le interesó fue que ningún otro periódico tuviera la foto del muerto.
—¿Seguro que no ha ido nadie de El Diario Vasco?
—Seguro, dijo Apraiz.
—Pues escribe media página en plan reportaje, alternando los datos con las pinceladas
de ambiente, me ordenó Carmen Sánchez.
Una hora después mi trabajo estaba terminado y bajo los ojos de mi jefa. No está nada mal, sentenció con la colilla del cigarrillo milagrosamente suspendida en la comisura de los labios.
—Ya me hubiera gustado a mí escribir así en el primer día de trabajo. Puedes irte a casa si quieres.
Cuando esa noche conté a mis padres las andanzas de mi estreno profesional no pude ocultar mi satisfacción por aquellas palabras de Carmen que aún bailaban en mi cabeza, como un premio Pulitzer doméstico. A la mañana siguiente, cuando me desperté, mi padre me esperaba en el salón con nuestro periódico y El Diario Vasco abiertos por las páginas de sucesos.
—Tu reportaje ha quedado fenomenal, Mitxel. Ocupa casi una página y está muy bien escrito. La pena es que no dices quién era el muerto ni cómo ha sido el suceso, es sólo literatura. El Diario da sólo una columna, sin foto, pero con los datos del fallecido, la explicación de la Guardia Civil y declaraciones desde Tánger de la madre del muerto.
Cuando unas horas después, por la tarde, volví a encontrarme con Carmen Sánchez, sonreían ella y su cigarrillo.
—Enhorabuena por haber recibido tu primer pisotón. Ayer, aparte de escribir una crónica tan bonita, debías haber llamado a la comandancia o a la central de Cruz Roja... El periodismo no es hacer frases, sino dar datos. Por cierto, Apraiz te espera en el coche. Ha volcado en Asteasu un camión que transportaba cerdos y los animales están campando a sus anchas por la carretera.
Apraiz pisó el acelerador casi sin esperar a que terminara de montarme en el Panda, insufló decibelios a Wagner y sentenció.
—¡Cómo se nota que eres un novato, chaval!
La música no es mi fuerte, pero juraría que lo que sonaba en el radiocassette era “Los nibelungos”.
Corría julio de 1983.
Esta foto es bastante posterior al relato. Es de principios o mediados de los noventa. En esa visita con Eduardo Chillida a su finca Zabalaga anunció por primera vez en público su intención de hacer ahí un museo al aire libre, el Chillida-leku, que ahora cumple una década. He mantenido luego una larga implicación con el museo y tengo el "honor" (y el dolor) de haber realizado la última entrevista a ese genio.
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